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TEXTO IGNACIO GONZÁLEZ OLMEDO
& JUANJO AGUILAR 

Templo es una instalación que hace uso de la pintura como medio para generar portales o ‘ventanas’ a espacios probables pero inconcretos, llenos de luz y sombra, donde los diferentes elementos que aparecen se presentan como objetos-memoria que emergen hasta convertirse en un todo.

 

La idea a partir de la cual se articula la obra es la de (re)formar la identidad personal a través de la reconstrucción de ciertos recuerdos bajo un principio de fragmentación. En virtud de dicha reconstrucción parcial el visitante puede reinterpretar y, por tanto, completar dichos recuerdos, integrándolos en su subjetividad.


El concepto de ‘ventana’ del que parte la instalación toma como referencia aquel que desarrolló Leon Battista Alberti en su tratado Della Pittura (1435), en el cual se define el cuadro como una ventana abierta a la historia. La instalación que encontramos se enmarca en la línea de investigación que lleva desarrollando An Wei varios años, donde busca generar obras que abran dichas ‘ventanas’ a otros espacios (y tiempos) no necesariamente conocidos a través de diferentes piezas que, cuando son tomadas en tanto que unidad, representan una determinada realidad desde una perspectiva coral.

 

En este contexto, Templo es una experiencia inmersiva donde lo cotidiano adquiere un valor inesperado, mediante la representación fragmentaria del hogar en el que transcurrió su infancia, a partir de pequeños detalles recuperados o reconstruidos de aquel espacio. Cuerpos, miembros, planos e instantes constituyen el conjunto de recuerdos específicos, objetos-memoria y otros remanentes que construyen una narración personal. Sin embargo, su carácter fragmentado permite al público incluirse dentro de la representación, colándose por los resquicios que deja la instalación, permitiendo de esta forma crear una experiencia común en la que el individuo puede identificarse, reconocerse y repensarse de una forma autoconsciente.
Así, la disposición anímica de la que se parte se ve afectada al introducirse en un ámbito donde los diferentes elementos que lo conforman resultan conocidos. La extrañeza inicial va desapareciendo para dar paso a un estado de tranquilidad y recogimiento que caracterizan al hogar.  El mero hecho de volver a casa y traspasar el portal nos sitúa en un estado que produce una seguridad difícilmente alcanzable en otros espacios. Todo es reconocible: la pequeña entrada, el salón, la cocina, el baño, el dormitorio personal. Todos los objetos nos son familiares: la mesa donde dejamos descansar las llaves, aquel retrato que cuelga, las cortinas, el colchón. En cierto modo todas las casas son la misma casa.
Pero vivienda y hogar no coinciden necesariamente, alguien puede habitar un espacio durante años y no sentirlo como propio. Cuando se entra en una casa ajena hay que asimilar gradualmente su morfología, domesticarla. Porque cualquier espacio está configurado por las relaciones que la persona establece con él y con todos los elementos que lo integran. Así, podemos entender que el hogar se construye a través de los recuerdos y la historia personal. Es necesario vencer esa extrañeza inicial, apropiarse progresivamente del lugar a través de sus grietas.
En esta dualidad entre la seguridad y la exploración de lo desconocido se encuentra Templo. La instalación genera un espacio transitable donde encontramos una serie de artefactos familiares, pero ajenos, que invitan a recorrerla. Como si de un niño se tratase, el sujeto explora el espacio y, en el proceso, se produce una suerte de reconocimiento del hogar, esto es, encuentra su propio hogar. A medida que se va conociendo el espacio, se recuerda, y conforme se recuerda, se reconoce en la propia experiencia.  Una vivencia en la que se sintetiza la anamnesis platónica y el reconocimiento de Ricoeur.

 

Desde esas coordenadas el visitante se adentra en la instalación y reconoce fragmentos de realidad que configuran una idea de casa-templo que puede hacer suya. La palabra hogar recoge en su etimología la idea de hoguera, de fuego. Esa esencia se encuentra en este caso en la representación de un radiador, el elemento que aporta calor al espacio y alrededor del cual, junto a los lienzos que conforman una mesa, se desarrolla la convivencia. La ventana, que no sólo es una referencia clara al modo de entender la pintura de Alberti, separa interior de exterior y marca el sentimiento de protección que toda casa genera y las cortinas evocan las ideas de intimidad y recogimiento. Los jarrones, cuadros, retratos y motivos chinos nos hablan de una historia personal marcada por el respeto a la tradición y la cultura familiar. El resultado de encontrarse con estos objetos-memoria es la asimilación de la morfología del espacio, de los diferentes objetos que lo componen, ésos que hemos reconocido y han despertado el sentimiento de familiaridad y complicidad en nosotros, consiguiendo, por así decirlo, domesticar la instalación.

 

Con todo ello, cada uno de los objetos e instantáneas que componen Templo se presentan como catalizadores de una historia personal que puede extrapolarse a la miríada de historias y recuerdos que almacena el visitante, componiendo así una red que conecta cada uno de estos posibles nodos con los del artista. Se presenta de esta forma el hogar como espacio sagrado e introspectivo. La casa como cápsula del tiempo, lugar donde se suceden y acumulan los recuerdos, donde se comienza a construir el individuo y se generan las primeras y las últimas nostalgias.

 

En definitiva, Templo es una obra que tiene por objetivo la construcción de subjetividad, incluyendo en sí tanto el ‘yo’ como el ‘otro’, moviéndose entre medias del binomio totalidad-parcialidad, construyendo un delicado equilibrio que tiene como piedra de toque el hogar, comprendido éste como una suerte de monumento, esto es, atendiendo a su etimología, como un instrumento para el recuerdo.

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